Producción industrial y disciplina temporal. Un diagnóstico para el futuro

 

1. Cambio social y civilización industrial. De la experiencia personal al imaginario colectivo

 

El cambio social contemporáneo nos devuelve una imagen dual, donde el avance en ciertos sentidos implica el retroceso en otros. Como apostilla W. Moore, "la fase industrial de la modernización no siempre conduce a la democracia y puede seguir trayectorias que permiten el desarrollo de versiones autoritarias -fascistas y comunistas- de movilización política de las masas" (Moore, 1963: 2). En cualquier caso, su carácter acumulativo, la rapidez y las asincronías de las transformaciones, abre puertas a un aumento exponencial del repertorio de estrategias tecnológicas y sociales que terminan por proyectarse en la experiencia individual. A la postre, "las conciencias individuales ‘internalizan' los ‘programas' institucionales" y "éstos, a su vez, encauzan las acciones del individuo, no como algo ajeno sino como sentidos propios del individuo" (Berger y Luckmann, 1997: 82), y ello a través de procesos múltiples que alcanzan una fusión total en los modos de vida. A partir de aquí, las estructuras sociales se condensan en estructuras de la conciencia, alimentando, por ejemplo, la sumisión del cuerpo, individual y social, a la moderna concepción del tiempo, dentro de una también nueva dinámica de poder.

 

Sobre esta base, en su Psicoanálisis de la sociedad contemporánea Erich Fromm nos explica, retomando las tesis de M.Weber, que el éxito de la sociedad industrial se cifró en la construcción de un carácter social donde primaba un ansia por trabajar moldeado por la adquisición de "hábitos de disciplina, especialmente orden y puntualidad" (Fromm, 1986: 72). Sin embargo, lo que hoy nos parece obvio -la disciplina impuesta por el cronometraje de los tiempos cotidianos- tuvo que superar una serie de estadios que culminaron con su introducción en el imaginario colectivo: desde la sujeción por necesidad al horario del taller y de la fábrica hasta la asunción personal e íntima de la centralidad del tiempo de la producción sobre el que orbitarán el resto de los momentos de la vida. En este sentido, más allá de las mutaciones de la autoridad en el ámbito del trabajo remunerado entre los siglos XIX y XX -que terminó no casualmente por dibujarse favorable al trabajo en equipo y a la autoridad anónima- el discurso del poder subrayó la importancia de interiorizar el control y el ahorro del tiempo convirtiéndolos en virtudes seminales e incuestionables. Desde estos parámetros, el análisis de la construcción social de la temporalidad desvela su valor a la hora de estudiar la subordinación de las relaciones sociales y las prácticas cotidianas a los fines del sistema de producción. Primero el reloj y después el cronómetro presidirán la transformación de los estilos de vida que aún hoy tejen la malla de las relaciones sociales en el entorno de la civilización industrial avanzada.

 

Desde esta atalaya, intentaremos mostrar el camino recorrido por la instrumentalización del control del tiempo de trabajo como estrategia disciplinaria, enriquecida y ampliada, a partir del paso de la fábrica a la empresa, con modernos recursos de dominio. A la postre, todas estas tácticas harán posible que el tiempo de la producción se instituya en elemento civilizador central, eje vertebrador de la existencia individual y colectiva, y clave de bóveda para entender la trasmutación de las sociedades disciplinarias en sociedades de control. Siguiendo este objetivo general, nos detendremos, en primer término, en el debate alrededor de la construcción social del tiempo que, en nuestro ámbito de análisis, sirve a la edificación de un proceso de modernización promotor de la interiorización de nuevas concepciones del mundo, de un nuevo dominio de lo real que silencia el valor de la vivencia subjetiva de la temporalidad.

 

Entrando de lleno en los fines propuestos, el siguiente epígrafe vendrá a describir la construcción ideológica de un tiempo socioeconómico, heterodirigido, dentro del entorno de las relaciones de producción fabriles, gestoras de una disciplinarización extensiva que, más tarde, se modulará con formas de disciplina maquínica y contractual. En el seno de estas últimas, el apartado final de este artículo analizará someramente las pautas de la administración científica del trabajo, introductoras, además, de nuevos valores y nuevas sumisiones, ya entrado el siglo XX, cuyo corolario es una cierta administración científica de la vida. Así, los presupuestos organizacionales de la empresa moderna transmutarán la efigie de la sociedad disciplinaria, instaurando el reinado de las sociedades de control, donde la percepción cosificada del tiempo nutre inusitados instrumentos de dominio que, desde el prurito del crecimiento económico, se ocupa ahora de la producción de sujetos y formas de vida acordes a las necesidades de un capitalismo posfordista, globalizado.

 

2. Construcción social del tiempo, autonomía y dominación

 

Como subrayará N.Luhmann, "todas las afirmaciones sobre el tiempo dependen de la sociedad en la que fueron formuladas" revelando la historicidad del concepto (Luhmann, 1997: 122). La dimensión temporal, pues, estructura la propia percepción de los procesos de modernización ya que la pintura que hace la sociedad de sí misma implica nuevos modos de cohesión que la separan del pasado (Luhmann, 1998: 133), abriendo el camino a una nueva concepción del mundo. Así, "el tiempo social y el tiempo personal se ajustan en grado variable a los modelos de distribución que aparecen como típicos o programáticos de cada sociedad", alumbrando un esquema que solo refleja el reparto de las horas del colectivo de los "varones activos, ocupados y sanos" (Durán, 1988: 305).

 

Intentando aprehender los mecanismos de la modernidad, la magnitud tiempo ha aglutinado el interés de varias disciplinas científicas. Entre el afán de medición objetiva y su contestación por la Teoría de la Relatividad se desarrolló la Física matemática contemporánea, mientras que, en el terreno de la Filosofía, H.Bergson y M.Heidegger profundizaban en aspectos especialmente interesantes para nosotras. El primero centra su trabajo en el concepto de duración, realzando la percepción de la continuidad frente a la segmentación prescrita por la concepción homogénea del tiempo, en tanto que Heidegger señala la temporalidad como estructura básica del ser humano (Weber, 1969: 3). Desde estas bases, la perspectiva psicológica revela la estrecha relación entre el concepto de duración y nuestras vivencias subjetivas, constituyendo el elemento esencial en el que se mueven la percepción de lo pretérito y la ideación del futuro. Se genera así el contexto esencial en el que evoluciona la vida y que K.Marx llamó concretamente "el campo de desarrollo de las capacidades" (Ignatiev y Ossipov, 1971: 59).

 

Fruto del debate, los procesos de modernización occidental revelaron la pugna entre visiones opuestas. A través de la representación orgánica, el tiempo hila el movimiento a la sucesión. El pasado, desde estos parámetros, se hacía presente a través de la herencia. De otra parte, con la aparición de los modelos de explicación mecanicista, viajamos hacia el "encuentro del discurrir de la duración orgánica con sus características de huellas históricas y de proyectos de realización" (Sivadon y Fernández, 1982: 52)1. Siguiendo, pues, los presupuestos anteriores, el carácter convencional del tiempo se hace patente. Su ordenación nos remite al acuerdo social, como ya apuntábamos. El tiempo no existe, en fin, como un absoluto.

 

En este escenario, ¿qué se persigue con la determinación del tiempo? Sin duda ordena nuestra experiencia y el calendario o el reloj como instrumentos de medición, cuando el tiempo se considera homogéneo, nos servirán para aquilatar su cantidad, pero también para subrayar sus cualidades, señalando la continuidad o la discontinuidad, poniéndonos en contacto, en última instancia, a través de su simbolización, con el proceso de envejecimiento.

 

Cabe, pues, plantearnos ahora en cuántos y en qué tiempos se estructura el moderno tiempo social. Su disección en tipos básicos resulta difícil, ya que tienden a diferenciarse y a la vez, contradictoriamente, a mezclarse entre sí en la vida cotidiana. Es decir, a medida que las sociedades se hacen más complejas, en aras de una progresiva organización, se definen cada vez más los perfiles temporales de las actividades, pero, de otra parte, se enredan las posibilidades de distinción "al aumentar cualitativamente dichas actividades y roles, facilitando a los hombres -y sobre todo a las mujeres, decimos nosotras- el mezclar en una parcela de tiempo actividades propias de otra" (Munné, 1995: 76). Para intentar arrojar alguna luz sobre el problema, quizá lo más sabio sea dar una estructura interna reglada a esos tiempos a partir de los conceptos de obligación -tiempo heterocondicionado- y de necesidad -tiempo autocondicionado-, campo de la libertad, de la elección personal. Así, a partir de la definición de "actividad" y su categorización convencional, R. Ramos Torres, más allá de los contenidos y funciones manifiestas, hace hincapié en el cambiante grado de autonomía que poseen los sujetos (Ramos, 1990: 23-24). C. Javeau también construirá su tipología distinguiendo entre el "tiempo obligado", el "tiempo constrictivo", el "tiempo libre" y el "tiempo necesitado", toda vez que Belloni sumará a la anterior clasificación el "tiempo condicionado" (Ramos, 1990: 30). Formando un continuum y referidas tanto al plano individual como al de las relaciones colectivas, F.Munné nos ofrecerá una tipología bastante completa siguiendo los criterios anteriores. En esta línea, distingue el "tiempo psicobiológico" -aglutinador de las necesidades elementales-, el "tiempo socioeconómico" - consagrado a la actividad laboral-, el dedicado a las "acciones que demanda la vida sociocultural" o "tiempo sociocultural" y el "tiempo libre" (Munné, 1995: 73-75).

 

Sintéticamente y a la postre, el cambio más significativo en la percepción del tiempo en el entorno sociocultural que estudiamos se dibuja a través del paso de la cronología flotante a la cronometría y los nuevos sincronismos sociales. Producto de la urbanización de los últimos siglos, la cronometría se hace más precisa con el discurrir de la puesta en valor de los tiempos de trabajo, de la definición de las entradas y salidas del taller, instaurando la estrechez de los horarios. Como bien sabemos, somos herederos/as de la concepción del tiempo como factor económico, monetarizando su esencia, que, al elevar su precio, nos hace pensar en él como un recurso escaso.

 

Hilado a lo anterior, la progresiva racionalización y burocratización social alumbra un concepto del ser humano en tanto que objeto de un conjunto de organizaciones de dominio donde destacan la empresa o sociedad económica y el Estado o sociedad política, inaugurando una cierta dependencia antropológica (Giner y Pérez, 1979: 32-33). Su resultado se patentiza en la pérdida de la autonomía y de la capacidad de defensa de la individualidad, como nos dirá Herbert Marcuse (Marcuse, 1972: 16). Y G. Friedmann concluye: "el hombre de las sociedades opulentas, capitalistas o colectivistas es el hombre modelado por el medio técnico, condicionado por las culturas de masa de las que frecuentemente sólo recoge lo peor a falta de saber escoger lo mejor, el hombre replegado sobre su pequeño perseguimiento de bienestar, indiferente a los grandes problemas colectivos" (Friedmann, 1970: 199). Indaguemos ahora sucintamente en la génesis y consolidación de estos procesos.

 

3. La revisión histórica de las esencias. El trabajo remunerado como elemento civilizador central

 

3.1. La invención del trabajo

 

En el mundo occidental, el papel del tiempo y su valor no han cesado de aumentar y de singularizarse" (Sivadon y Fernández, 1982: 57), a instancias del despliegue de la industrialización. Sirviéndolos, la ascética profana, de raíz religiosa, construida alrededor del trabajo remunerado, convirtió a las actividades definidoras de la esfera de la producción en fines en sí mismos, más allá de cualquier interpretación trascendente. Recordemos que el trabajo, sobre todo desde la perspectiva calvinista, se "revela como un signo anterior de salvación" que "autoafirma y predestina; y si en la teoría el trabajo es símbolo de vida, en la práctica es fuente de riqueza engendradora de capital" (Munné, 1995: 46-47). J.Milton, en su Paraíso Perdido, hacía hincapié en la santidad de los quehaceres diarios, poniendo en boca de Adán y Eva un diálogo al respecto de la vida en el Edén primigenio, refrendando el argumento anterior. En ello se basará la diferencia entre el ser humano y el resto de las criaturas puesto que ellas "durante todo el día vagan ociosas y desocupadas sin precisar apenas el descanso; pero el hombre tiene labor diaria de cuerpo o alma, lo que manifiesta su dignidad, y la atención que el Cielo presta hacia sus acciones", mostrando la ineludible obligación, aceptada y gozosa, de la condición humana: "mañana antes que asome la fresca aurora al Este con el rayo primero de su luz, es conveniente que estemos levantados, y volvamos a nuestra labor grata" (Milton, 1986: 203-204)2.

 

Básicamente, el trabajo se transmuta en elemento civilizador central para los nuevos cristianos devenidos de la ética protestante, instituyéndose en terreno de la formación y de la liberación humana. Esta visión del trabajo lucrativo, además, se fortalece retroalimentada por el auge de un individualismo que minusvalora el tiempo colectivo frente a la vivencia individual de éste. Desde su perspectiva, el desarrollo de la profesión pasa a un primer plano como única vía apta de perfeccionamiento. De este modo, el concepto de predestinación que había introducido una aparente paradoja, trueca la angustia en un ansia de trabajo que refleja certeramente la bienaventuranza en el esfuerzo honrado y constante. Por ello, si bien esta revisión religiosa de profundo calado compartía con el catolicismo el objetivo último de la salvación, su camino para obtenerla diferirá hasta el punto de consolidar el medio -el trabajo- en un fin en sí mismo. Y aquí residirá su máxima novedad: se debía trabajar porque "esto era lo moral y lo que debía hacerse" (De Grazia, 1963: 127).

 

A la postre, la salvación a través de la faena diaria no necesitará progresivamente más argumentos filosóficos ni religiosos que la nueva ideología del crecimiento económico, amparada por un ethos del trabajo, laico al fin. Nos hallamos, en definitiva, ante la "invención del trabajo, tal y como lo entendemos hoy" (Baruel, 1974: 51-52), generando nuevas facetas de la experiencia vital, aglutinando deber y dignidad humana bajo aquella palabra. En paralelo, se promueve la interiorización de una nueva vivencia del tiempo, principio fundamental del creciente dinamismo económico que rompe -o lo intenta con desigual fortuna pero en una línea de éxito a largo plazo- con el orden estático de la sociedad. En cualquier caso, la nueva concepción del tiempo contestará la esencia de los ritmos preindustriales, no siempre estructurados por actividades de carácter económico y en los que poseían un gran papel las reuniones ceremoniales o las fiestas. El abandono, pues, de la "orientación al quehacer" -aún hoy vigente en ciertas zonas rurales-, finiquita una visión más humana donde las fronteras entre trabajo y vida eran más suaves que las instauradas por el trabajo regulado por horas (Thompson, 1995: 402)3 .

 

Ciertamente, el modelo urbano se opuso al patrón agrícola tradicional. Siguiendo estas divergencias, muchos autores han observado una diferencia de base, ontológica, entre el tiempo de trabajo para el mercado y el tiempo de ocio, situándolos incluso en momentos distintos de la evolución de la civilización occidental: el tiempo de trabajo, tal y como lo conocemos hoy, es un tiempo de nueva creación, mientras el tiempo de ocio nos retrotrae a la antigua vivencia precronométrica, preindustrial. En esta línea, H.Janne nos dice: "el tiempo industrial es el tiempo artificial, objetivado, teniendo valor de ‘materia prima' del trabajo -time is money-, con el que el hombre está alienado", toda vez que las horas de asueto se enlazan al "tiempo natural, psicológico, tradicional, donde el hombre ‘se deja ir' consumiéndolo a su gusto: su valor es puramente subjetivo o corresponde a ritmos físicos" (Janne, 1968:30). Frente a ello, A.Touraine entiende que no existen diferencias sustanciales entre un tiempo y otro, mostrándonos que su esencia es única y que ésta se rinde al tiempo industrial que, con sus cronometrajes, sus prisas y la priorización de la utilidad de su consumo, construye la alienación del individuo (Touraine, 1971: 199).

 

3.2. Supervisión y control en la fábrica. El tiempo disciplinario

 

Como drama bien documentado desde sus propios inicios, la fase de despegue industrial se caracterizó por un sustancial empeoramiento de las condiciones de vida, subrayadas por la supeditación de la existencia humana a los ritmos de una fábrica regida por la velocidad y la intensidad del trabajo. Su consecuencia más inmediata será la ampliación de la jornada laboral4  hasta extremos agotadores para hombres, mujeres, niños y niñas5. La vida en la fábrica y en su entorno dibujaba una nueva realidad. Nos enfrentamos ahora a una medición taxativa del tiempo, sujeto a los ritmos artificiales de los primeros relojes públicos que aparecen inicialmente en forma de campanadas accionadas manualmente. Estos se multiplican pronto en los centros textiles de toda Europa, señalando puntualmente el comienzo y el fin de la labor así como el momento de las comidas. De este modo, el sol como agente regulador de las horas de trabajo y cuya unidad de tiempo era el día, comienza a ser sustituido por un nuevo aliado, inmisericorde, que, además, estaba controlado por el empresario. Asimismo, con la incorporación de la luz artificial a las fábricas, ya a fines del XVIII, el día de trabajo se extendió hasta bien entrada la noche6  y el número de horas se disparó. En resumidas cuentas, el flamante sistema de producción industrial introdujo formas de organización que cambiaron para siempre la percepción, la valoración -individual y colectiva- del tiempo.

 

Este escenario alumbra la era de las férreas técnicas de control erigidas sobre la construcción de un tiempo disciplinario y sus virtudes inherentes: la exactitud, la aplicación y la regularidad. Desde esta nueva óptica con aspiración universal, el ritmo sustanciado por "señales, silbatos, voces de mando", adiestran en la economía del tiempo, que "penetra en el cuerpo, y con él todos los controles minuciosos del poder", de lo que se deduce que "en el buen empleo del cuerpo, que permite un buen empleo del tiempo, nada debe permanecer ocioso o inútil" (Foucault, 1978: 156-158). Asimismo, la profundización en la actividad segmentaria hizo diluirse la imagen sembrada por el protestantismo del trabajo como producto de la vocación íntima, toda vez que el objetivo de la rentabilidad y el afán de lucro no recurren ya a demasiadas apoyaturas morales, conservando sin embargo en el discurso, vigente aún hoy, la sentencia de que una vida ociosa -grave lacra, no solo personal sino también social- da lugar a una vida de vicios. Dentro de estas coordenadas y en una misma línea de razonamiento, la oposición trabajo y tiempo libre se entenderá diáfanamente a través de la antinomia que contrapone productividad a improductividad.

 

El proceso culminará en la idea de que el cuerpo individual no es más que la pieza de una máquina total cuyos tiempos deben ajustarse para obtener los mejores resultados. Ello configuraba un arquetipo del obrero que podríamos asimilar a la del soldado ejemplar. Para entender hasta qué punto se identificaron ambos modelos, soñados por el general o por el empresario en cada caso, veamos la pintura del militar perfecto de comienzos del siglo XVII que nos ofrece Michel Foucault. En este sentido, el soldado "lleva en sí unos signos: los signos naturales de su vigor y de su valentía, las marcas también de su altivez; su cuerpo es el blasón de su fuerza y de su ánimo; y si bien es cierto que debe aprender poco a poco el oficio de las armas -esencialmente batiéndose-, habilidades como la marcha, actitudes como la posición de la cabeza, dependen en buena parte de una retórica corporal del honor" (Foucault, 1978: 139). Así, la insistencia sobre la disciplina y el ejercicio conseguirá que, ya en la segunda mitad del siglo XVIII, el soldado sea algo que se fabrica puesto que "de una pasta informe, de un cuerpo inepto, se ha hecho la máquina que se necesitaba" y, en última instancia, "se ha ‘expulsado al campesino' y se le ha dado el ‘aire del soldado'" (Foucault, 1978: 139) ¿Acaso este código no es susceptible de ser aplicado al modelaje del obrero ideal?.

 

La fábrica, como síntesis de un también nuevo contexto espacial, amplía el tamaño de la unidad productiva, sustituyendo a la unidad de trabajo familiar y edificando "algo más que un centro de trabajo mayor" (Landes, 1979: 16). Se alumbra un microcosmos puesto al servicio de las posiciones bien definidas de los distintos participantes en el proceso. Determina la presencia del empresario y de los/as trabajadores y trabajadoras de forma jerárquica, estableciendo a partir del nexo de la relación económica una relación funcional centrada en la supervisión y la disciplina7 . Desde estas perspectivas y condensando todo lo dicho, Marx hablará de las relaciones de poder dentro de los centros de trabajo en términos de "disciplina cuartelaria", donde la "despótica campana" rige el tiempo, encontrando en ellos simplemente una suerte de "presidios atenuados" (Marx, 1987: 350-351)8 . La fábrica, como modelo y alegoría de la estructura del poder, evolucionará en paralelo a los sistemas disciplinarios que esbozaremos inmediatamente. Como nos resume J.Gaudemar, la fábrica-fortaleza y la fábrica-ciudad se licuaron en la fábrica-máquina hasta alcanzar su último estadio en la fábrica democrática (Gaudemar, 1991: 65-105) puesta entre signos de interrogación por el autor para mostrarnos sus contradicciones, pese al barniz de su denominación, entregados sus principios ideológicos una vez más a los intereses dominantes.

 

En resumidas cuentas, dentro de las nuevas coordenadas espacio-temporales germinarán unas técnicas de dominación de clase que serán progresivamente depuradas y que, sin duda, contribuirán determinantemente a la evolución de los modos de reproducción social. En este universo nos parece interesante comentar una de las estrategias sobre la que se asienta la empresa capitalista en sus inicios y a la que dio nombre la obra de J.Bentham, El Panóptico. Esta nos remite a la observación directa del patrón o su representante, conservando solo la primera de las tres funciones del calabozo: "encerrar, privar de luz y ocultar", puesto que "la plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra, que en último término protegía" (Foucault, 1978: 203-204). Por ello, la visibilidad aquí es una trampa susceptible de ser aplicada al resto de las relaciones de poder que se desenvuelven en el universo de la vida cotidiana, constituyendo en su premisa extrema la pesadilla de G.Orwell.

 

Sobre la base del sistema panóptico surge el ciclo de disciplinarización extensiva, desarrollado no solo dentro sino también fuera del centro de trabajo, y el de disciplina maquínica al servicio de una estrategia de objetivación e interiorización de los modernos procesos de trabajo, culminando en un ciclo de disciplina contractual que "reflejaría una voluntad de promover en todas sus dimensiones sociales la noción de contrato colectivo y necesitaría por tanto de formas específicas de disciplina" (Gaudemar, 1991: 52-57). Sobre estos dos últimos modelos centraremos nuestra atención en el siguiente epígrafe, considerando la pervivencia transversal de una disciplinarización extensiva remozada que ni mucho menos se agotó, presente en todos los ciclos y quizá hoy más efectiva que nunca.

 

4. Administración científica del trabajo, administración científica de la vida: nuevos valores, nuevas sumisiones

 

La necesaria adecuación a los cambiantes retos de la economía de mercado -entre los que se hallaba en primer término la resistencia obrera organizada- imponía la depuración de aquella disciplinarización extensiva y la bienvenida a la disciplina maquínica de la mano de las innovaciones de F.W.Taylor, Henry Ford y su "ejército de cronometradores y analizadores" (Coriat, 1989: 87). Éstos instauraron a partir de la década de 1920 una nueva regulación del aparato productivo inscrita en un también nuevo universo de valores. Consecuencia directa de ello serán los cambios en las correlaciones de fuerza al transmutar el orden del saber y del poder en el marco de las modernas formas de trabajo -que además ahora se definen ya como procesos segmentarios, abstractos-, consumadas no solo con la liquidación casi total del control obrero sobre las tareas sino con el progresivo desarme de sus fines tradicionales y de su conciencia como colectivo. El último gran escalón del escenario que alumbra la producción en masa requerirá, además, de la definición y la práctica de flamantes estrategias de control social por parte del Estado. En definitiva, la economía del tiempo nacida en la fábrica superará sus fronteras dominando la reorganización de todos los tiempos de la vida dando forma a una de las condiciones medulares de la madura civilización industrial: la supeditación de la existencia al reloj.

 

La construcción actual de los espacios y los tiempos germinará, además, al socaire de la progresiva complejidad de la sociedad, explícita a partir del paso irreversible de lo rural a lo industrial y de lo industrial a lo urbano. Nos enfrentamos no solo a la liquidación de la producción agrícola tradicional fagocitada por la mecanización y el industrialismo sino que, en un entorno más amplio, nos hallamos ante la consolidación de una sociedad urbana que finiquitaba mitos ancestrales pero que a su vez generaba otros nuevos. Éstos rescataban el espejismo de una sociedad agrícola idílica de la que ya no se recuerdan las fatigas sino la relación estrecha del ser humano con la naturaleza y su peculiar concepción del tiempo. Se evocará, pues, endulzada en el imaginario colectivo, una armonía telúrica, vital, por ejemplo, para el lanzamiento del turismo rural. La revolución urbana establecerá, en fin, las grandes antinomias de nuestro tiempo entre la libertad y la esclavitud a nuevos ritmos y espacios, donde tendrán cabida lo inmóvil y lo móvil, la muchedumbre y la soledad (Lefebvre, 1976: 113-114), fenómenos que, con diferentes peculiaridades en sus formas y contenidos, directamente hilados a los procesos de desarrollo socioeconómico, alcanzarán dimensiones planetarias9. Como advertirá J.Domenach, "la característica de la sociedad contemporánea es que la libertad se mezcla con la servidumbre y la felicidad con el sufrimiento según combinaciones imprevistas y solapadas de tal manera que aún no ha habido teoría que pueda dominarlas" (Domenach, 1971: 210).

 

4.1. La revolución de los tiempos de trabajo

 

En el camino de los fotogramas irreversibles de los tiempos modernos, la bienvenida al cronómetro en el taller con las tesis de Taylor y las ostensibles mejoras de corte cuantitativo y cualitativo implantadas por Ford profundizarán, en las vías ya abiertas en la construcción no solo de la efigie del trabajo, sino también en la programación del perfil del Estado y de la sociedad en su conjunto.

 

En este entorno, el transportador de cadena dio paso al transportador de cinta, estructurando la línea de montaje que, desde su postulación en 1918, se instauró en eje de la fábrica e hizo posible la exportación de los nuevos métodos de fabricación, poniendo el futuro, como revela J.K.Galbraith, "al alcance de la mano" (Galbraith, 1984: 47). Ford10  había introducido la innovación técnica de la cinta transportadora a partir de 1914 para acelerar el flujo de trabajo en la mítica planta de Highland Park de Michigan, posibilitando un mayor control sobre el ritmo laboral, incrementándolo y consiguiendo la pérdida de autonomía individual que implementaba, además, la desaparición del oficio como fuente de poder obrero. El propósito último de la Organización Científica del Trabajo -que partía del estudio sobre el tiempo y el movimiento- viajaba en este sentido. El ideario taylorista tenía diáfanamente claro, como lo tuvo Adam Smith en su día, que el trabajo era la clave de la riqueza: solo el incremento de la productividad de éste propicia la acumulación de capital, para lo cual se debía perseverar en la máxima quien domina y dicta los modos operatorios se hace también dueño de los tiempos de producción (Postman, 1994: 73), en una línea lógica que conseguirá -gracias a una palanca y a un punto de apoyo adecuados- mover el mundo. 

 

Así, el transportador de cinta venía a suprimir aquellos tiempos muertos a través de la eliminación de la movilidad del trabajador que ahora permanecía en un puesto fijo, conjurando la pesadilla sintomatizada en la célebre frase de Ford "andar no es una actividad remuneradora" (Coriat, 1989: 44). El resultado de todo ello será una brutal prolongación de la duración efectiva de la jornada laboral y de su intensidad, servida de la inaudita parcelación del trabajo, insistiendo además, como anunciábamos, en la supresión de las destrezas concretas de la mano de obra de la que eran depositarios los obreros de primera categoría y de sus argucias, resumidas por Taylor en aquella holganza sistemática, que no eran otra cosa que una estrategia de defensa contra los abusos (Coriat, 1989: 44).

 

Pero al nuevo sistema, naturalmente, los trabajadores no respondían bien, a lo que se añadía el absentismo y los retrasos, contra lo cual se abrirá una táctica fordista complementaria: la jornada de cinco dólares. Con ésta se creaba un innovador incentivo que revalorizaba los puestos de trabajo en su empresa frente a cualquier otra del ramo automovilístico en las que la renta media era de dos dólares diarios11. Así, en 1914, se lanza un acuerdo general sobre los salarios que va a cumplir multiplicidad de funciones, partiendo de la necesidad de mantener un buen aprovisionamiento de fuerza de trabajo pero que no termina ahí. No todos podían beneficiarse del incremento, toda vez que a los sujetos a los que estaba orientado -hombres, con antigüedad en la empresa y con una edad superior a los veintiún años- quienes además se les exigía una moral intachable. La supervisión del gasto, pues, introduce el control empresarial en la vida privada de los trabajadores. El objetivo velado de esta nueva apuesta nos recuerda a aquellas viejas medidas disciplinarias extensivas, remozadas y sofisticadas, perdurando en ella una peculiar mixtura de paternalismo y vigilancia de tipo policial. Las preguntas clave serán cómo y en qué emplean su salario, y para procurarles respuesta Ford confiará en los inspectores y en un revolucionario departamento de sociología. Ejemplo de los progresos obtenidos y de la apertura del camino de la sociología industrial venidera, será el análisis de los talleres Hawthorne llevado a cabo por J.Elton Mayo entre 1927 y 1939 (Castilla, 1988: 20). En su estudio, centrado en el comportamiento femenino, se buscarán las interrelaciones entre el desarrollo del trabajo remunerado y la vida íntima, concluyendo que "a través de las variaciones en el rendimiento individual de cada una de las operarias se comprobó la vinculación entre su actitud ‘moral' en la fábrica y la marcha de su vida privada"12 .

 

Desde estos parámetros, las tesis de la Organización Científica del Trabajo, para alcanzar auténtica efectividad, no podían encerrarse entre los muros de la fábrica. Sus principios resultaron decisivos no solo para la racionalización de los talleres sino para una innovadora gestión de los recursos humanos, expandiendo el control hacia todos los aspectos de la vida personal y social, en sus distintos tiempos y ámbitos, con una sutileza cada vez más difícil de desentrañar.

 

4.2. El sometimiento de los fines individuales al éxito de la corporación

 

La revolución de la productividad dará paso a la revolución de la gestión, asentada y plenamente visible en la práctica en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Desde sus inicios la administración científica relevaba los valores empresariales del sistema tradicional. En un nuevo contexto que cierra el círculo con la revolución managerial, la gran empresa moderna se depositará en manos de sus directivos frente al omnímodo empresario clásico que intentó infructuosamente evitar su pérdida de autoridad, rindiéndose a la emergencia imparable de la tecnoestructura: el poder, en fin, pasará a la organización. Una filosofía que se expandirá al diseño de la sociedad en todas sus facetas, convirtiéndola en una sociedad de organizaciones, como el hospital o el sindicato, compiladoras cada una de ellas de tareas sociales propias.

 

Este universo, además, tendrá su clave de bóveda en la fabricación de un moderno empleado industrial que venía a ser el culmen de aquel obrero ideal soñado, un proyecto a estas alturas quizá ya realizado o al menos posible. En esta línea, la percepción del ser humano como "unidad programable en todos sus aspectos, que debe desarrollar un comportamiento mecánicamente ajustado a lo prescrito", premisas del perfil del trabajador, se subsumirá en el seno de una organización de mayores y más ambiciosas dimensiones donde las unidades se integran en un conjunto compacto, bien engrasado, bajo el principio de eliminación del esfuerzo mental" (Kliksberg, 1979: 5). Todo ello en un escenario que necesita romper el desarrollo tradicional de las relaciones humanas, más fluidas y complejas pero también más peligrosas para el buen funcionamiento de las tareas.

 

Desde esta perspectiva, organización implica coordinación, y cuando ambos conceptos forman parte de la misma secuencia, todos los individuos participantes en el proceso son instados a perseguir una meta común: el éxito de la corporación. En este entorno, el sometimiento de los fines particulares se encauza a través de la motivación que, como nos explica Galbraith, "es el conjunto de medios o de incentivos por los cuales se consigue esa coordinación" y que en el caso de la mayoría de los trabajadores y trabajadoras consistió en "una mezcla de compensación pecuniaria e identificación" (Galbraith, 1984: 199-227). Hilado a ello se dinamita, al menos formalmente, al homo economicus de la economía clásica, producto resultante de la filosofía utilitarista, cuyo comportamiento se rige por la fórmula de alcanzar el máximo beneficio económico con el mínimo esfuerzo, una regla sintomática y transversal a las actitudes de todos los actores y actrices del proceso de producción. Desde esas nociones, como hemos visto en epígrafes anteriores, el desafío consistía en luchar contra la resistencia natural al trabajo, contra la holgazanería. Y frente a esa claridad de exposición de fines, la malla de la moderna administración científica se hace más sutil. Basada en el rechazo a estas perspectivas, la flamante psicología y sociología industrial dan un vuelco al balance anterior ya que para ellas lo natural en el ser humano es la tendencia a la labor. La motivación individual, así, trasciende la mera percepción de un salario, volviendo a rescatar los argumentos de la vieja moral del trabajo. En resumidas cuentas, recordemos que, si bien para el sistema empresarial tradicional el individuo aislado era la única unidad que contaba, ahora el ser humano se observa en tanto a su asociación, puesto que se infiere que aquél se sujeta a grupos de trabajo, a grupos informales, de presión, al sindicato, etc., pasando los factores grupales y sociales a primer plano. En fin, siguiendo una lógica de círculos concéntricos, la sociedad, la organización empresarial y los individuos deberán orbitar alrededor de un eje común de motivaciones y de fines presuntamente sancionados por el conjunto.

 

Desde esta esfera, E.Mayo, abastecido de las hipótesis de E.Durkheim sobre la destrucción de los grupos primarios que había dado lugar la industrialización y que era fuente de conflictos, recomienda reemplazar la coacción por la comunicación dentro de la empresa, que ahora se convierte en una suerte de gran familia. El objetivo será crear, en definitiva, un "espíritu de cuerpo industrial" armónico con el "interés leal y entusiasta por el trabajo de la compañía", consigna que la Western Electric inculcaba a sus dirigentes (Kliksberg, 1979: 48-81). Esta premisa vuelve a aludir a la imagen del cuerpo total -recordemos las tesis de Foucault- solo que ahora, promoviendo la identificación con la empresa, las piezas del puzzle aparecen cada vez más difuminadas, hasta su invisibilización. Una unión que pretenderá hacerse efectiva a partir del funcionamiento de métodos psicológicos al servicio del desarrollo de unas relaciones humanas planeadas deliberadamente en favor de la mayor eficiencia del sistema. Sus intenciones, en fin, serán resumidas magistralmente por Fromm en la siguiente fórmula: "si el obrero trabaja mejor cuando es feliz, hagámosle, pues, feliz, tranquilo, satisfecho, lo que sea preciso, siempre que aumente su producción y disminuya los rozamientos" (Fromm, 1986: 154) y ello, evidentemente, sin recurrir a la intimidación y prescindiendo de la autoridad clásica del jefe que será sustituida por el liderazgo democrático. La sumisión deseada a la dinámica productiva se formula ahora no a través de la defectuosa disciplina del látigo sino que se parecerá más al incentivo de la golosina. En su seno, la delegación de abajo a arriba, incitada, como destacábamos, por una pretendida identificación con los ideales de la organización, alcanzará en gran medida un corolario más allá de las técnicas de control seriadas en el tiempo que nos describía Foucault. En última instancia, la nueva clase obrera se despojará de los rasgos característicos de la antigua aristocracia obrera, abriendo un horizonte de gran relevancia histórica que se enfrenta no solo a siglos de esclavitud -donde el trabajo estaba impulsado solo por el miedo a la violencia física- sino también a siglos de trabajo libre asalariado, instado por el miedo al hambre. Además, la evolución estará bien arropada por la forja y el progresivo arraigo de los seguros de paro, enfermedad y jubilación, toda vez que se incrementan las expectativas de cambio de empleo y se hace tangible la promesa de ascenso a grupos de renta superior que favorecerá la ampliación del consumo.

 

Dentro de estos parámetros, los nuevos planificadores concentrarán sus esfuerzos en el análisis del conflicto dentro de la organización -silenciado por el tradicionalismo empresarial-, una cuestión manifiesta en la agenda de la sociología industrial en base a su papel determinante en la formación de las conductas y en la eficiencia del sistema. Unas premisas, en fin, desarrolladas en la práctica en la década de los cincuenta a través del lanzamiento de las pruebas de personalidad para la selección de aquellos trabajadores y trabajadoras que se presumen más adaptables a la empresa13 . El conflicto, sin embargo, lejos de ser erradicado, se mantenía latente, visible a partir de la lucha soterrada, íntima, en forma de apatía y evasión como válvulas de escape contemporáneas. Una evasión en la que se sueña durante la jornada laboral y que en potencia se desarrolla en el tiempo libre de trabajo donde, al menos teóricamente, se depositan las expectativas de una realización personal inviable dentro de la vida profesional alienante, cosificadora.

 

Por todo ello y en última instancia, seremos espectadores de un progresivo cambio en las estrategias que comienzan a entender que el tablero de juego se había dilatado a todos los tiempos y órdenes de la vida, servido por la diseminación de las fuentes de poder que ahora penetran en una suerte de microfísica, como explicaba Foucault, en todo el cuerpo social rendido a los parámetros del sistema productivo. La vigilancia del comportamiento durante la jornada de trabajo se corregirá y ampliará con la profundización en el axioma de la incidencia recíproca entre la vida laboral y la existencia total, estableciéndose de modo indeleble las interrelaciones entre el tiempo de trabajo y el de no trabajo, tal y como centralmente obsesiona a la sociología del ocio de los años sesenta y setenta del pasado siglo.

 

Las fricciones, pues, no dejarán de estar presentes definiendo la yuxtaposición entre la reforma de los valores empresariales, sus sofisticadas formas de disciplina, donde el control del tiempo es un instrumento clave, y las contestaciones a ella. Estas, más soterradas que explícitas, sentidas y vividas cotidianamente, brotarán en los altos niveles de malestar de la sociedad industrial avanzada. Son muy aclaradoras las palabras de J.A.Brown: "el director y el psicólogo industrial han pasado de una etapa de explotación despiadada -‘el pan y el palo'- y de actitud mecanicista hacia el trabajo, a una fase de ‘bienestar' abigarrado y pervertido, sin alterar la vieja actitud mecanicista. Y para el trabajador la nueva era no es mucho mejor que la anterior en lo tocante a satisfacciones auténticas" (Kliksberg, 1979: 74).

 

5. El ocaso del tiempo intervenido. Algunas consideraciones finales

 

Como hemos venido subrayando, explícita e implícitamente, a lo largo de todo este artículo, el análisis de las ideologías promotoras de la centralidad del tiempo de la producción construye un ámbito privilegiado para la reflexión profunda sobre nuestro modelo cultural. En este entorno de debate, persistente en la agenda de la investigación social, hemos creído imprescindible rescatar algunas ideas que nos permitan aprehender la disciplina temporal que domina el sustrato de nuestro día a día, nutrido de viejas trampas sublimadas en axiomas reguladores de la experiencia individual y colectiva, cimentando la dinámica de poder de la economía política neoliberal, hoy enfrentada a la encrucijada del presente. Un presente mediatizado por la recesión económica mundial, donde la progresiva e intensiva destrucción de puestos de trabajo no implica solo la pérdida de poder adquisitivo y el progresivo empobrecimiento de capas cada vez más amplias de la población. En tanto que el empleo se ha convertido en un bien escaso, el espacio tradicionalmente dedicado a él ha dejado paso al vacío y al desorden en la percepción de nuestra propia existencia, haciéndonos perder pie en la realidad.

 

En este plano, hemos intentado mostrar cómo la magnitud tiempo se fragua socialmente al servicio de una ideología capitalista que niega su cualidad de soporte de las vivencias subjetivas, de esencia ligada al despliegue de los proyectos íntimos, garantes de la libertad de elección. Frente a ello, hemos examinado la génesis de la utilización del tiempo como instrumento disciplinario en la esfera de la naciente economía industrial, condensado a la postre en mecanismo de control social. Y todo ello al servicio de fines ajenos al desarrollo de las capacidades y los deseos privados, rendidos al prurito de una cohesión social garante de la generación de valor para el mercado.

 

Así, la progresiva instauración del tiempo de trabajo en elemento medular de la cultura nos ha servido como hilo conductor para argumentar la aparición de estrategias de dominación basadas primero en el cronometraje y después en la implantación de incentivos, materiales y simbólicos, que, en última instancia, premian la eficiencia en la gestión de las horas, revelando en el cuerpo individual y social la asunción de las normas de la civilización industrial avanzada. Creemos que nuestro análisis aporta una tesela más al mantenimiento de la viveza del debate alrededor de los mecanismos edificadores de las sociedades de control, donde las nuevas tácticas circulan ya en los espacios abiertos de un mundo globalizado bajo parámetros ideológicos neoliberales. Un escenario que aspira no ya a moldear hábitos corporales, sino a la modulación de la "memoria espiritual", regulada por las herramientas de la Noo política, tal y como nos sugiere I.Pincheira (Pincheira, 2010: 2-3).

 

De forma secante a los anteriores planteamientos, surge, pues, la reivindicación de un concepto de calidad de vida que genere nuevas propuestas de convivencia, cada vez más necesarias en el siglo XXI. Mas allá del miope recuento del bienestar material, la aproximación crítica a la estrechez de los presupuestos temporales induce la reivindicación de la libertad y la autonomía personal como premisas clave de un desarrollo social más rico, más humano, en conflicto con los axiomas posfordistas, revelando los problemas que implican para un progreso auténtico de la democracia el reinado indiscutible de las esferas de la producción y el consumo y la supeditación de todas las facetas de la existencia a ellas.

 

Referencias Bibliograficas

Baruel, José (1974). El desplazamiento industrial y sus efectos en la moral laboral. Barcelona: Edit. Hispano Europea

Baudrillard, Jean (1993). Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós.

Berger, Peter L. y Thomas Luckmann (1997). Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona: Paidós.

Castilla, Adolfo (1988). Ocio, trabajo y nuevas tecnologías. Madrid: FUNDESCO.

Coriat, Benjamin (1989). El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa. Madrid: Siglo XXI.

De Grazia, Sebastián (1963). Tres conceptos antiguos en el mundo moderno: el trabajo, el tiempo, el ocio. Revista de Estudios Políticos, nº129-130: 121-149.

Domenach, Jean-Marie (1971). Ocio y trabajo. En Joffre Dumazedier et alii, Ocio y sociedad de clases (pp.209-218). Barcelona: Fontanella.

Durán, María Ángeles (1988). De puertas adentro. Madrid: Instituto de la Mujer.

Foucault, Michel (1978). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI.

Freyre, Gilberto (1987). Más allá de lo moderno. Madrid: Espasa-Calpe.

Friedmann, Georges (1970). El hombre y la técnica. Barcelona: Ariel.

Fromm, Erich (1986). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. México: Fondo de Cultura Económica.

Galbraith, John K. (1984). El nuevo Estado industrial. Barcelona: Ariel.

Gaudemar, Jean-Paul de (1991). El orden y la producción: nacimiento y formas de la disciplina de fábrica. Madrid: Trotta.

Giner, Salvador y Manuel Pérez Yruela (1979). La sociedad corporativa. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas.

Huxley, Aldous (2000). Un mundo feliz. Barcelona: Plaza & Janés.

Ignatiev, Nikolai y Guénnadi Ossipov (1971). El comunismo y el problema de los ocios. En Joffre Dumazedier et alii, Ocio y sociedad de clases (pp.157-166). Barcelona: Fontanella.

Janne, Henri (1968). La civilización del ocio: cultura, moral, economía: encuesta sobre el mundo del futuro. Madrid: Guadarrama.

Kliksberg, Bernardo (1979). El pensamiento organizativo: del taylorismo a la teoría de la organización. Buenos Aires: Paidós.

Lafargue, Paul (1977). El derecho a la pereza. Madrid: Fundamentos.

Landes, David S. (1979). Progreso tecnológico y Revolución Industrial. Madrid: Tecnos.

Lefebvre, Henri (1976). La revolución urbana. Madrid: Alianza.

Luhmann, Niklas (1998). Complejidad y modernidad: De la unidad a la diferencia. Madrid: Trotta.

Luhmann, Niklas (1997). Observaciones de la modernidad. Racionalidad y contingencia en la sociedad moderna. Barcelona: Paidós.

Marcuse, Herbert (1972). Eros y civilización. Barcelona: Seix Barral.

Marx, Karl (1987). El capital. Crítica de la Economía Política. México: Fondo de Cultura Económica.

Melossi, Dario y Massimo Pavarini (1980). Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (siglos XVI-XIX). México: Siglo XXI.

Milton, John (1986). El Paraíso perdido. Madrid: Cátedra

Moore, Wilbert E. (1963). Cambio social. Londres: Prentice Hall.

Mumford, Lewis (1987). Técnica y civilización. Madrid: Alianza

Munné, Frederic (1995). Psicosociología del tiempo libre. Un enfoque crítico. México: Trillas.

Pincheira, Iván (2010). La gestión noopolítica del "miedo" en las actuales sociedades de control. Revista F@ro, nº11: 1-8.

Postman, Neil (1994). Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Ramos, Ramón (1990). Cronos dividido. Uso del tiempo y desigualdad entre mujeres y hombres en España. Madrid: Instituto de la Mujer.

Ritzer, George (2000). El encanto de un mundo desencantado. Revolución en los medios de consumo. Barcelona: Ariel.

Rodríguez Lluesma, Carlos (1997). Los modales de la pasión. Adam Smith y la sociedad comercial. Pamplona: Eunsa.

Sguiglia, Eduardo (2004). Fordlandia. Madrid: Siruela.

Sivadon, Paul y Antonio Fernández Zoila (1982). Tiempo del hombre, tiempo de trabajo. Madrid: Pirámide.

Thompson, Edward P. (1995). Costumbres en común. Barcelona: Crítica.

Touraine, Alain (1971). La sociedad post-industrial. Barcelona: Ariel.

Weber, Erich (1969). El problema del tiempo libre. Madrid: Editora Nacional.

White, William F. (1961). Estímulo económico y rendimiento laboral. Madrid: Rialp.

Whyte, William H. (1961). El hombre organización. México: Fondo de Cultura Económica. 

 

Notas

1)Asimismo, Mumford subraya estos cambios en la concepción del tiempo como una característica esencial de la fase paleotécnica, que comenzará alrededor de mediados del siglo XVIII en Occidente: "los embarazos humanos siguieron durante nueve meses, pero el ritmo de casi todo lo demás en la vida fue acelerado, el instante se contrajo, y los límites fueron arbitrariamente recortados, no en términos de la función y de la actividad, sino en términos de un sistema mecánico de cómputo del tiempo. La periodicidad mecánica ocupó el lugar de la orgánica y funcional en cada sector de la vida en donde la usurpación era posible" (Mumford, 1987: 220). En última instancia, "la conciencia histórica sólo se adquiere al advertir que, si bien el tiempo cósmico es homogéneo, el tiempo histórico es distinto para cada cultura, debido a la diferencia en las instituciones" (Rodríguez, 1997: 142-143).

 

2)Adán insistirá en estos argumentos: "El señor no nos ha impuesto tan estricta labor que nos impida descansar cuando lo necesitamos, bien tomando alimento, o mientras tanto conversando, alimento del alma". Y aún más tarde, cometida ya la trasgresión y caídos en el pecado, Adán se consolará: "Con mi trabajo he de ganarme el pan; ¿qué hay de malo en eso? La indolencia peor hubiera sido; mi labor me sostendrá" (Milton, 1986: 362, 440, 451).

 

3)Desde esta perspectiva G.Freyre nos hablará del tiempo telúrico, enfrentado al tiempo cronométrico. El primero supone la vivencia humanista o más concretamente humanizada de las horas, resumida en la terna "vida-tiempo-hombre" (Freyre, 1987: 153).

 

4)Marx se preguntaba al respecto "¿Qué es una jornada de trabajo? ¿Durante cuánto tiempo puede lícitamente el capital consumir la fuerza de trabajo cuyo valor diario paga? ¿Hasta qué punto puede prolongarse la jornada de trabajo más allá del tiempo necesario para reproducir la propia fuerza de trabajo? Ya hemos visto cómo responde el capital a estas preguntas: según él, la jornada de trabajo abarca las 24 horas del día, descontando únicamente las pocas horas de descanso, sin las cuales la fuerza de trabajo se negaría en absoluto a funcionar" (Marx, 1987: 207).

 

5)Estas imágenes contrastan con la visión del trabajo infantil de A.Ure, en la que labor y recreo parecen volcarse en favor del segundo y cuya evidente perversión hace más siniestra la evocación de la realidad: "Todos parecían alegres y alertas, complaciéndose en poner en juego los músculos, sin fatiga, gozando plenamente de la vivacidad natural de su edad (...) El trabajo de aquellos elfos ligeros parecía un juego en el que su largo entrenamiento les permitía una encantadora destreza". A.Ure: Philosophie of manufactures (1945), citado en Coriat, 1989: 8.

 

6)Consecuentemente, el incremento del consumo también se verá favorecido con la llegada de la luz eléctrica ya que anteriormente "el anochecer constituía una poderosa barrera" para él (Ritzer, 2000: 164).

 

7)P. Lafargue, rescatando las palabras del reverendo Towsend, subraya que la mejor forma de disciplina es los bajos salarios puesto que "vuestra miseria nos ahorra de tener que imponeros el trabajo por la fuerza de las leyes. La imposición legal del trabajo es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no solamente una presión pacífica, silenciosa, incesante, sino que, siendo el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos más potentes" (En Lafargue, 1977: 106).

 

8)En fin, la fábrica como cárcel encuentra su rúbrica inversa en "la cárcel como fábrica de hombres". Esto es, "en lo que se refiere a la cárcel, la primera realidad históricamente realizada se estructuró (en su organización interna) sobre el modelo de la manufactura, sobre el modelo de la fábrica", produciendo en aquélla "sujetos aptos para una sociedad industrial, la producción, en otras palabras, de proletarios a través del aprendizaje forzado, en la cárcel, de la disciplina de fábrica" (Melossi y Pavarini, 1980: 189-190).

 

9)A modo de resumen podríamos decir con Baudrillar: "¿Las sociedades modernas responden a un proceso de socialización o de desocialización progresivo? Todo depende de la acepción del témino; ahora bien, no hay ninguna segura, y todas son reversibles. Así unas instituciones que jalonaron los ‘progresos de lo social' (urbanización, concentración, producción, trabajo, medicina, escolarización, seguridad social, seguros, etc.) comprendieron en ellas al capital, que fue sin duda el medio de socialización más eficaz de todos, se puede decir que producen o destruyen lo social en el mismo movimiento" (Baudrillard, 1993: 171). 

 

10)A. Huxley llegó incluso a dividir su mundo feliz en dos eras: Antes de Ford y Después de Ford. Un ejemplo más de la trascendencia y el simbolismo del personaje en el imaginario la tenemos en la novela Fordlandia, de E. Sguiglia. Fordlandia es el nombre de la ciudad que en la ficción crea el magnate del automóvil para sus ejecutivos en la selva brasileña de los años treinta del siglo pasado. Ésta se ubicaba dentro del proyecto de creación de una enorme plantación de caucho a partir de lo cual se establecerá la confrontación entre el capitalismo más depredador -dibujado en la personalidad del magnate norteamericano- y la propia Naturaleza.

 

11)Como subraya W.F. White, "la dirección supone que los hombres y las máquinas se parecen porque ambos son normalmente agentes pasivos que deben ser estimulados por la dirección para que actúen. En el caso de las máquinas, la dirección las pone en marcha con electricidad. En el caso de los trabajadores el dinero sustituye a la electricidad" (White, 1961: 23).

 

12)Además, también se constató que "las operarias habían desarrollado un sentido de responsabilidad mayor cuando no se las vigilaba formalmente y no estaban sujetas a una disciplina impuesta". En este sentido "se dio un fuerte golpe a los partidarios de la estandarización total de los movimientos" puesto que las trabajadoras "cambiaban de técnica para eludir la monotonía" y "eran justamente las operarias más inteligentes las que tenían tendencia a introducir mayores variaciones en las técnicas" (Kliksberg, 1979: 30-31).

 

13)W.H. Whyte subraya que en 1952 la tercera parte de las empresas norteamericanas ya recurrían a pruebas de personalidad en su selección de personal, siendo este un recurso en alza en los años posteriores (Whyte, 1961: 166).